¿Cómo se legitima un Tribunal constitucional?

¿Cómo se legitima un Tribunal constitucional?

“Si los hombres fueran ángeles, no sería necesario ningún gobierno. Si los ángeles gobernaran a los hombres, no serían necesarios controles externos ni internos sobre el gobierno. Al diseñar un gobierno que ha de ser administrado por hombres sobre hombres, la gran dificultad es esta: primero hay que facultar al gobierno para controlar a los gobernados; y en segundo lugar, obligarlo a controlarse a sí mismo.”

James Madison, The Federalist No. 51, Nueva York, 6 de febrero de 1788.

Después de una álgida y truculenta guerra de independencia (1775–1783), las trece colonias norteamericanas, que con el paso de los años evolucionaron hacia lo que hoy conocemos como los Estados Unidos de América, compartían un objetivo común: establecer un nuevo sistema de control estatal, robusto, certero e independiente de cualquier injerencia extranjera. Sobre todo, buscaban estructurar un sistema republicano y democrático que respondiera a una soberanía que reside en la población y no en un monarca hegemónico, y que bajo ningún motivo permitiera que el poder se desbandara o se concentrara en una sola persona o en un grupo oligárquico. En ese contexto, James Madison, considerado uno de los Padres Fundadores y prócer del constitucionalismo norteamericano, conocido en la prensa y en la obra “El Federalista” como “Publius”, inspirado en las ideas de Montesquieu (De l’esprit des lois, 1748) y John Locke (Two Treatises of Government, 1689), plasmó en lo que más tarde se convertiría en la Constitución de los Estados Unidos de América el famoso sistema de checks and balances, o, como lo llamamos en Hispanoamérica, el sistema de pesos y contrapesos.

En nuestro país, las ideas de la nación vecina del norte se difundieron con rapidez hacia el sur. Los grupos intelectuales con acceso a la educación y al conocimiento político-jurídico se vieron profundamente influidos por los Federalist Papers, la Constitución estadounidense y, en Europa, por la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Sobre ese trasfondo, José María Morelos postuló la soberanía popular y la división de poderes en los Sentimientos de la Nación. Poco después, el Decreto Constitucional de Apatzingán de 1814 lo plasmó expresamente al establecer que los poderes legislativo, ejecutivo y judicial “no deben ejercerse por una sola persona ni corporación”. Más tarde, la Constitución Federal de 1824 instituyó la república federal, un Congreso bicameral, la Suprema Corte y las responsabilidades del Ejecutivo, desarrollando los pilares del andamiaje constitucional que con los años daría forma a lo que hoy entendemos por separación de poderes, con la impronta de Miguel Ramos Arizpe, considerado el “padre del federalismo mexicano”.

Años después, en 1836, las Siete Leyes ensayaron un “cuarto poder”: el Supremo Poder Conservador, un órgano de cinco miembros concebido para “guardar” la Constitución y con facultades para anular actos de los otros poderes. Fue un experimento metaconstitucional tan singular como polémico, que hoy confirma aquella célebre frase de Mark Twain: “La historia nunca se repite, pero muchas veces rima”. Y es que, en la actualidad, el ignominioso nuevo Tribunal de Disciplina Judicial se asoma como una amenaza vigorosa, con una supuesta supremacía supraconstitucional. No obstante, ese será un tema para otra ocasión.

Lo que particularmente nos ocupa en las siguientes líneas es un análisis fáctico-descriptivo de lo que podemos entender por “legitimación” de nuestro más alto tribunal constitucional. Pensar, de manera ilusoria, que definir el término mediante un desglose meramente semántico o lingüístico nos dará el fondo de lo que buscamos resulta sencillamente insuficiente. Ello se evidencia, además, a partir de las palabras de quien, sin duda alguna, ha sido el más grande promotor de la deconstrucción del arreglo institucional judicial; en sus propios términos:

“El Poder Judicial está tomado, está secuestrado, está al servicio de una minoría rapaz … entonces sólo con la participación de la gente … eligiendo jueces … sólo así vamos a poder avanzar.” — Andrés Manuel López Obrador.

El quid del debate es, primigeniamente, dicotómico: subordinar la justicia a la preferencia de una mayoría no la hace más justa; la hace popular. La popularidad exacerbada deriva en demagogia; y la demagogia, en palabras de Aristóteles, surge “allí donde las leyes no gobiernan” (Política, IV, 1292a). En otros términos, cuando la voluntad momentánea de la multitud sustituye al imperio de la ley, la justicia deja de ser tal y se vuelve un eco de las masas.

La razón de ser de un tribunal constitucional en una república democrática y de derecho es, bajo ningún motivo, permitir que los cauces del “poder” se desborden e inunden la sociedad de autoritarismo, de representación acrítica y de aquiescencia frívola ante la violencia por parte de un Estado desmedido. Mucho se ha hablado del rol del Poder Judicial dentro del Estado; históricamente, en diversas sociedades, se le ha asociado con una élite aristocrática, fútil y alejada de la ciudadanía, que perece ante la impunidad y la corrupción y sucumbe al tráfico de favores en el más alto nivel. No obstante, por más que la realidad no pueda desacreditar del todo ese diagnóstico, ello no implica que la forma más práctica de erradicar la podredumbre en los pasillos de los tribunales sea someterlos al voto popular bajo una elección pseudodemocrática. Máxime cuando, en virtud de una participación ciudadana estimada oficialmente por el INE entre el 12.57% y el 13.32%, difundida la noche del 2 de junio de 2025, se convirtió en las casillas una decisión presentada como irrefutable para reestructurar la arquitectura judicial mexicana.

El grave error de nuestros días es suponer que todo lo popular es democrático y que todo lo democrático, para serlo, debe ser popular. Conviene recordar, como advertía Alexis de Tocqueville en La democracia en América: “El mayor peligro de las democracias es la tiranía de la mayoría.”

Sin embargo, para efectos de la realidad político-electoral de nuestro país, el proceso de cambio o transformación social se dirime en las casillas. Ese es un logro democrático que, a la vez, trae consigo desafíos que deben afrontarse. Hoy convivimos con una Constitución que, en lo formal y textual, consagra un sistema de pesos y contrapesos, pero cuya vigencia material se tensiona: pareciera una mímesis desdibujada de aquel espíritu indómito del Constituyente de 1917, que concibió para la nación mexicana un texto no sólo libre y soberano frente a yugos exógenos, sino también frente a sus propios atavismos, para permitir el desarrollo progresivo de una democracia funcional y oxigenada. En ese horizonte, el artículo 49 se erige como escudo frente a los atropellos del poder que pretenda absolutizarse:

«[…] El Supremo Poder de la Federación se divide para su ejercicio en Legislativo, Ejecutivo y Judicial. No podrán reunirse dos o más de estos Poderes en una sola persona o corporación, ni depositarse el Legislativo en un individuo…».

El uso hiperbólico y desdeñado de la soberanía popular consagrada en el artículo 39 ha terminado por desarticular el equilibrio republicano del Estado mexicano. Leer la Constitución al margen de su teleología primigenia es un sacrilegio que erosiona las bases históricas y sociales que dan forma a nuestra nación con todos sus claroscuros, pues, a los ojos del partido en el poder, pareciera que del artículo 39 sólo merece reflector su enunciado inicial: «[…] La soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo…». Rara vez se enfatizan las líneas subsiguientes, igualmente vivas, donde se precisa: «[…] Todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste…», rematando con: «[…] El pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno». La dicotomía surge cuando se olvida que, si bien la soberanía y la facultad de reforma residen “esencial y originariamente” en el pueblo, ese mismo pueblo —en su propio beneficio— no puede pactar el deterioro de su ingeniería institucional. Hacerlo transgrediría las bases ontológicas del propio texto y el espíritu del Constituyente al que tanto se apela al proclamar que “todo poder electo es, por ello, poder legitimado”.

Atendiendo al último bastión de esperanza,el proyecto del ministro Juan Luis González Alcántara Carrancá en la A.I. 164/2024 y acumuladas articuló la respuesta constitucional pertinente, fijando un parámetro decisivo que reafirma la línea narrativa del que suscribe estas líneas, plasmando lo conducente:

“[…]Por tanto, el órgano reformador, como cualquier otro entre constituido en nuestro orden jurídico, encuentra su fundamento y fin en la propia Constitución, no es un órgano de omnipotencia decisoria, es un órgano que tiene la finalidad de adecuar y transformar nuestro orden constitucional a factores sociales, históricos y culturales, pero sin derrocar el basamento fundacional en que se erigió nuestra Constitución Federal; considerar lo anterior, sería trasladar la voluntad de la soberanía popular a una lógica electoral, y permitir sin límites la erosión de nuestro Pacto Social.”

Partiendo de este marco conceptual, el cual con finura quirúrgica, precisa que el órgano reformador “no es un órgano de omnipotencia decisoria”, y que por el contrario encuentra su fundamento y fin en el propio texto magno, denotando un mensaje es inequívoco: la legitimidad democrática de las reformas exige preservar el núcleo esencial del pacto constitucional y la división de poderes que vieron nacer los pilares fundacionales del estado mexicano, evitando a toda costa que la soberanía popular se reduzca a mera aritmética electoral supeditada al maniqueo vaivén de las pulsiones coyunturales y los poderes temporales que puedan llegar a causar un daño permanente a las columnas vertebrales de la nación, propiciando un desmantelamiento de la ingeniería institucional que garantiza derechos y limita al poder.

La legitimidad de origen que, en el caso de esta “nueva” Suprema Corte de Justicia de la Nación, muchos miembros de la sociedad civil, grupos políticos e intelectuales de diversos colores partidistas tildan de espuria por la forma controvertida de su conformación, no la exime ni suple, bajo ninguna óptica, la obligación de conquistar legitimidad en el ejercicio. Debe quedar claro que, en una república constitucional, esta última no es un adorno retórico: se acredita mediante el diálogo jurisprudencial y la narrativa argumentativa que vaya desarrollando el Alto Tribunal, capaz de demostrar independencia e imparcialidad reales tanto frente a poderes fácticos que pudieran corromperla como frente a presiones endógenas provenientes de las más altas cúpulas del poder político.

El anhelo firme de la sociedad mexicana sedienta de una transformación auténtica, que les otorgó su voto, tanto sufragado como de confianza. Lo mínimo que nuestro tribunal constitucional, guardián del texto y del orden jurídico nacional, puede hacer es fincar sus decisiones en la estricta sujeción al principio de supremacía constitucional, atendiendo en todo momento a la línea histórica de las últimas dos épocas de diálogo jurisprudencial multidireccional que históricamente han dado pie a la evolución del control de convencionalidad, así como a la transparencia y la rendición de cuentas, derivando en una tutela efectiva de los derechos tanto en los casos difíciles como en los aparentemente sencillos.

Sólo así una Corte, aun nacida entre más preguntas dubias que respuestas claras, puede reconstituir su autoridad jurisdiccional desde su nacimiento democrático y convertirse en un dique de contención frente a la hipertrofia del poder desmesurado. Tal como lo recordaba Carlos Castillo Peraza; idea que, en días recientes, retomó en este recinto el senador Ricardo Anaya, “la prueba de fuego será adquirir legitimidad en el ejercicio”. Esto significa probar en los hechos, y no en las proclamas, que el poder jurisdiccional se ejerce en beneficio del pueblo y dentro de los límites constitucionales, jamás desde el teatro mediático de la política demagógica ni mediante el uso faccioso de los órganos jurisdiccionales de la Nación. Que nuestra brújula de justicia vuelva siempre a sus raíces históricas:

“Que todo el que se queje con justicia tenga un tribunal que lo escuche, lo ampare y lo proteja contra el fuerte y el arbitrario.”

Dedicatoria: A Dios por iluminarme de principio a fin; a mis padres por su apoyo incondicional.